Según Helena Blavatsky en su
libro Isis sin velo:
Al término de cada “año máximo”,
como llamaron Censorino y Aristóteles al período de siete saros (el
saro tiene 3.600 años. El nero
600 y el soso 60), sufre nuestro planeta una total
revolución física. Las zonas glaciales y tórrida
cambian gradualmente de sitio; las primeras se mueven poco a poco hacia el
Ecuador y la segunda con su exuberante vegetación y
su copiosa vida animal, reemplaza los helados
desiertos polares. Esta alteración de climas va necesariamente acompañada de cataclismos, terremotos y otras
perturbaciones cósmicas. Como quiera que cada
diez milenios y cerca de un nero, se altera el lecho del océano, sobreviene un diluvio análogo al del tiempo de Noé. Los
griegos daban a este año el sobrenombre de
heliaco, pero únicamente los iniciados conocían su duración y demás condiciones astronómicas. Al invierno del año heliaco le
llamaban cataclismo o diluvio, y al
verano le denominaban ecpirosis. Según tradición popular, la tierra
sufría alternativamente catástrofes plutónicas
(por el agua) y volcánicas (por el fuego) en estas
dos estaciones del año heliaco. Así consta en los fragmentos Astronómicos de
Censorino y Séneca; pero tanta incertidumbre hay
entre los comentadores acerca de la duración
del año heliaco, que ninguno se aproxima a la verdad excepto Herodoto y Lino, quienes respectivamente lo computan en 10.800 y
13.984 años. En opinión de los sacerdotes
babilonios, corroborada por Eupolemo, la ciudad de Babilonia fue fundada por los que se salvaron del diluvio, quienes eran
hombres de gigantesca talla yedificaron la torre llamada de Babel. Estos
gigantes, que eran expertos astrónomos y además
habían recibido enseñanzas secretas de sus padres “los hijos del Dios”, instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los templos
recuerdos del cataclismo que habían
presenciado. De este modo computaron los sacerdotes la duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo,
los sacerdotes helenos reconvinieron a
Solón por ignorar que aparte del gran diluvio de Ogyges, habían ocurrido
otros igualmente copiosos, lo cual demuestra que en todos los países tenían los
sacerdotes iniciados conocimiento del año heliaco.
Los períodos llamados yugas, kalpas, nerosos
y vrihaspatis son arduos problemas de cronología que ponen cejijuntos a
eminentes matemáticos. El Sâtya–yuga y los ciclos budistas nos asustan con sus
cifras. El mahakalpa o edad máxima se remonta mucho más allá de la época
antediluviana y su duración es de 4.320.000 de años solares, que se
distribuyen como vamos a ver:
En primer lugar tenemos los cuatro yugas
siguientes:
1.º Sâtya– yuga
............................................................... 1.728.000 años
2.º Trêtya– yuga
............................................................ 1.296.000 años
3.º Dvâpa– yuga ............................................................. 864.000 años
4º Kali– yuga .................................................................. 432.000 años
--------------------------------------------------------------------------------------------
.......................................................................................4.320.000 años
Estos cuatro yugas constituyen un mahâ–yuga
o yuga máximo y setenta y un mahâ–yugas comprenden, por lo tanto, 4.320.000 x
71 = 306.720.000 años. A este cómputo hay que añadir un sandhyâ o duración de
los crepúsculos matutino y vespertino, en todo este tiempo, equivalente a un
sâtya–yuga o I.728.000 años, con lo que tendremos: 306.720.000 + 1.728.000 =
308.448.000 años o sea el período llamado manvántara. Catorce manvántaras
componen 308.448.000 x 14 = 4.318.272.000 años y añadiendo un sandhya tendremos
4.318.272.000 + 1.728.000 = 4.320.000.000 años o sea el Mahâkalpa o edad
máxima, según vimos al principio de este cómputo. Como quiera que nos hallamos
en el kali–yuga de la época vigésimo–octava del séptimo manvántara, aún nos
falta algún trecho que recorrer antes de llegar siquiera a la mitad de la vida
del planeta. Estos guarismos no son fantásticos, sino que, por el contrario,
derivan de cálculos astronómicos según ha demostrado Davis. Muchos eruditos,
entre ellos Higgins, no pudieron averiguar, no obstante sus indagaciones, cuál
era el ciclo secreto. Bunsen ha demostrado que los sacerdotes egipcios
mantenían en el más profundo misterio las rotaciones cíclicas. Tal vez provenga
la dificultad de que los antiguos lo mismo aplicaban el cálculo al progreso espiritual
que al material de la humanidad, y así no
será difícil descubrir la íntima relación establecida por los antiguos entre
los ciclos cronológicos y los de la humanidad, si recordamos la suma
importancia que daban a la constante y omnipotente influencia de los planetas
en el destino de los hombres. Higgins acertó al suponer que el cielo indo
de 432.000 años es la verdadera clave del cielo secreto, pero bien se echa de
ver que no fué capaz de descifrarlo, pues este cielo es el más impenetrable de
todos, porque atañe al misterio de la creación. Está representado con guarismos
simbólicos en el Libro de los números de los caldeos, cuyo texto original no se
halla en biblioteca alguna, si acaso se conserva, ya que era uno de los tantos
libros de Hermes.
Algunos cabalistas matemáticos y
arqueólogos, desconocedores de los cómputos secretos, amplían de 21.000 a
24.000 años la duración del año máximo, pues estaban creídos de que el último
período de 6.000 años sólo debía aplicarse a la renovación de nuestro globo.
Explica Higgins este error de cómputo, diciendo que la precesión de los
equinoccios se efectuaba en 2.000 años y no en 2.160 para cada signo, de lo que
suponían en 24.000 años la duración del año máximo dividido en cuatro períodos
de 6.000. De aquí debieron proceder, en opinión de Higgins, los prolongadísimos
ciclos de los antiguos astrónomos, porque el año máximo, como el año común,
estaba trazado por la circunferencia de un inmenso círculo. Esto supuesto,
computa Higgins los 24.000 años de la manera siguiente: “Si el ángulo que el
plano de la eclíptica forma con el plano del ecuador fue decreciendo
gradualmente, como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos hubieron
de haber coincidido al cabo de 6.000 años. Transcurridos otros 6.000 años, el
sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo está respecto del septentrional;
después de 6.000 años más, volverían a coincidir los dos planos, y al término
de otros 6.000 años se situaría el eje de la tierra en la posición actual. Todo
este proceso representa un transcurso de 24.000 años. Cuando el sol llegó al
ecuador finalizaría el período de 6.000 años y el mundo quedaría destruido por
el fuego, mientras que al llegar al punto meridional, lo habría sido por el agua.
De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000 años, o sean diez nerosos.
Este sistema de computación, prescindiendo
del secreto en que los sacerdotes tenían sus conocimientos, está expuesto a
gravísimos errores y tal fue la causa de que los judíos y algunos cristianos
neoplatónicos vaticinaran el fin del mundo a los 6.000 años.También se origina
de ello que la ciencia moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que
se formen algunas sectas, que, como la de los adventistas, viven en continua
espera del fin del mundo.
Así como el movimiento de rotación de la
tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en el ciclo mayor del
movimiento de traslación, análogamente cabe considerar los ciclos menores
comprendidos en el saros máximo. La
rotación cíclica del planeta es simultánea con las rotaciones intelectual y
espiritual, igualmente cíclicas. Así vemos en la historia de la humanidad un
movimiento de flujo y reflujo semejante a la marea del progreso. Los imperios
políticos y sociales ascienden al pináculo de su grandeza y poderío para
descender de acuerdo con la misma ley de su ascensión, hasta que llegada la
sociedad humana al punto ínfimo de su decadencia, se afirma de nuevo para
escalar las próximas alturas que por ley progresiva de los ciclos son ya más
elevadas que las que alcanzó en el cielo anterior.
Las
edades de oro, plata, cobre y hierro no son ficción poética. La misma ley rige
en la literatura de los diversos países. A una época de viva inspiración y
espontánea labor literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera
proporciona materiales al espíritu analítico de la segunda.
Así, todos aquellos caracteres que
gigantescamente despuntan en la historia de la humanidad, como Buda y Jesús en
el orden espiritual y Alejandro y Napoleón en el material, son reflejadas
imágenes de tipos humanos que existieron miles de años antes, reproducidos por
el misterioso poder regulador de los destinos del mundo, y por ello no hay
personaje histórico eminente sin su respectivo antecesor en las tradiciones
mitológicas y religiosas, entreveradas de ficción y verdad, correspondientes a
pasados tiempos. Las imágenes de los genios que florecieron en épocas
antediluvianas se reflejan en los períodos históricos, como en las serenas
aguas del lago la luz de la estrella que centellea en la insondable profundidad
del firmamento.
Siempre ha sido el mundo ingrato
con sus hombres insignes. Florencia ha levantado una estatua a Galileo, y
apenas si se acuerda de Pitágoras. Al primero le sirvieron de segura guía las
obras de Copérnico, que hubo de luchar contra la general preocupación del
sistema de Ptolomeo; pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han descubierto
la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes la conocían
los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el definido conocimiento
de esta verdad demostrada. Dice Porfirio que los números de Pitágoras son
símbolos jeroglíficos de que se valía el ilustre filósofo para explicar las
ideas relativas a la naturaleza de las cosas. De esto se infiere que para
investigar su origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora
acertadamente Hargrave Jennings en el siguiente pasaje:
“¿Sería razonable deducir que
los apenas creíbles fenómenos físicos llevados a cabo por los egipcios
fueron efecto del error en una época de tan floreciente sabiduría y de
facultades prodigiosas en comparación de las nuestras? ¿Acaso cabe suponer que
los numerosísimos pobladores de las márgenes del Nilo laboraron estúpidamente
en tinieblas, que la magia de sus hombres eminentes era impostura y que sólo
nosotros, los que menospreciamos su poderío, somos los sabios? ¡No por cierto!
Hay en aquellas antiguas religiones mucho más de lo que pudiera suponerse, a
pesar de las audaces negaciones del escepticismo de estos descreídos tiempos…
Así vemos que es posible conciliar las enseñanzas paganas con las clásicas, las
de los gentiles con las de los hebreos y las cristianas con las mitológicas en
la común creencia basada en la Magia, cuya posibilidad informa la moral de esta
obra”.
Isis sin velo Tomo I HELENA PETROVNA BLAVATSKY
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