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lunes, 19 de mayo de 2014

LA RUEDA DEL ZODIACO

Fragmento del libro: Iniciación de Elisabeth Haich

Hoy comparto con vosotros un fragmento del libro Iniciación de Elisabeth Haich, una mujer extraordinaria, de origen húngaro, que emigró a Suiza después de la Segunda Guerra Mundial, fundando con Selvarajan Yesudian la primera escuela de yoga en Europa

El orden en que suceden las constelaciones en el zodíaco es: Aries, Tauro, Géminis, Cáncer, Leo, Virgo, Libra, Escorpión, Águila, Sagitario, Capricornio, Acuario, Piscis.

Todo lo que se ha solidificado en el plano material, convirtiéndose así en un fenómeno material, recorre el camino de su vida en esta rueda del zodíaco. La vida del hombre es un gran período que se divide en lapsos más pequeños—infancia, juventud, madurez y senectud--, que, a su vez, se componen de otros cada vez más pequeños: años, estaciones, meses, semanas y días.

Cada período, ya se trate de un día, de un año, o de toda una vida, transcurre en la rueda del zodíaco. El nacimiento corresponde a Aries, luego el hombre pasa por las siguientes constelaciones, alcanza la madurez en Leo y muere en Piscis, desapareciendo del plano material. Del mismo modo, un día comienza cuando despertamos de nuestro sueño, luego se desarrolla, alcanza su madurez y culminación al medio día, y sigue avanzando, pasa por diversos cambios hasta que llega la noche, acostamos nuestro cuerpo dispuestos a dormir y finalmente retiramos nuestra conciencia hacia el Yo y nos quedamos dormidos, exactamente igual que al final de la vida, cuando abandonamos definitivamente el cuerpo. Cada período se compone de inicio, desarrollo, culminación, decadencia y disolución.

Cada signo del zodíaco posee las siguientes características principales:

Aries provoca que algo aparezca en el mundo, que algo nazca. ¡Incluso cuando el momento del nacimiento no coincide con Aries! Pues todo nacimiento lleva en sí mismo la fuerza del inicio, que es independiente del mundo exterior y por ende también de las constelaciones, y a la que, tanto en la bóveda celeste como en el interior de cada criatura, llamamos Aries, Ésta es la constelación absoluta de Aries. Que está presente en toda forma de manifestación. Lo mismo ocurre con todas las constelaciones, con todas las manifestaciones y aspectos de los cuatro rostros de Dios: existe una manifestación interior, absoluta, y otra exterior, relativa.

Después del nacimiento, una criatura debe echar raíces en el nuevo ambiente que lo rodea. Esto sucede con ayuda de Tauro. La nueva criatura viviente ingiere sus alimentos y las asimila. Al hacerlo crea lazos de unión material con este mundo y empieza a alimentar su cuerpo.

Gracias al efecto de Géminis, que hace que la criatura viviente empiece a reunir experiencias, sus cambios se bifurcan como las ramas de un árbol. La criatura avanza en diferentes direcciones y adquiere conocimientos de distintos signos.

Con Cáncer se retira hacia dentro de sí mismo y trabaja con el botín espiritual que ha reunido. Empieza su formación principal.

El efecto fogoso, dador de vida, de Leo lo convierte en un ser maduro y digno. Sus fuerzas y capacidades se desarrollan y cumple su objetivo terrenal: da vida a una generación y se convierte en padre de familia.

Virgo trae la cosecha, y el hombre almacena en el granero los frutos de su actividad. En el fondo de su alma se desarrolla el niño divino: ¡El amor universal!

En la balanza de Libra se pesan sus actos; los positivos y los negativos son equilibrados. La atención se dirige hacia ambos lados, tanto hacia el terrenal como hacia el espiritual. El ser humano lleva dentro de sí estos dos mundos en perfecto equilibrio y realiza la ley interior, divina, que se encuentra por encima de todo lo relativo.

En Escorpión se llega a un gran punto de inflexión: el hombre debe espiritualizar la fuerza divina creadora, que se manifiesta como impulso vital, y ponerla al servicio de la comunidad universal. Pero esto implica que debe someter completamente su persona física. El hombre vive la muerte mística de su persona física y la resucita a la inmortalidad en el espíritu. De ahora en adelante dejará de ser esclavo de la materia; volará muy alto sobre la Tierra, en plena libertad espiritual, como el águila, como el halcón Horus.

Gracias al efecto de Sagitario, el Centauro, se transforma en un gran maestro; como el centauro mismo, se convierte en una criatura que ha salido de lo animal para alcanzar con mayor rapidez el gran objetivo, al que ahora ve con claridad. Sus pensamientos atraviesan como rayos las espesas nubes de tinieblas e ignorancia. Transmite sus experiencias a las siguiente generación.

En Capricornio, el niño divino—el amor universal—nace en el corazón del hombre. El hombre se hace idéntico al Yo divino y tiene conciencia en él. El hombre se hace como un cristal claro que deja ver al niño divino que ha nacido en su corazón. En sus palabras y acciones manifiesta el amor universal.

En Acuario el hombre vierte todos sus tesoros. Ha nacido el brillante hijo de Dios, que sobrepasa toda sexualidad. El hombre se irradia a sí mismo, es la fuerte suprema, fuerza divina espiritual. Empieza el proceso de transformación, de desmaterialización.

En la constelación de Piscis el hombre vive la reunión con su mitad complementaria oculta. Pero esto implica la disolución de la materia. El hombre vuelve a casa, a su patria celestial, a la Unidad del Todo, a Dios. Su conciencia se introduce en la omniconciencia, abandona su cuerpo y termina su vida terrenal.

Ése es el camino del ser humano, incluso cuando no alcanza el grado superior de conciencia. Los niveles de desarrollo pueden variar, pero la evolución en sí es siempre la misma.

Las constelaciones opuestas a la rueda del zodíaco se complementan la una a la otra: La fuerza poderosa e impulsiva de Aries es regulada por Libra, por la ley, que coge las riendas a las fuerzas desatadas y ciegas de Aries y las lleva al buen camino.

Tauro, la fuerza de la novia que espera, complementa y libera la fuerza vital de Escorpión.

La fuerza maternal de Cáncer que vive retirándose hacia dentro de sí mismo, complementa la irradiación cristalizadora y parturienta de Capricornio. El recién nacido forma parte de ese hogar al que se retira el cangrejo de Cáncer.

La irradiación paternal de Leo encuentra su complemento en la fuerza infantil de Acuario. El padre apoya, cuida y educa al niño.

La juventud ansiosa de saber de Géminis recibe las enseñanzas que anhela del gran maestro, Sagitario.

Virgo, la virgen celestial que lleva en su sagrado regazo al niño divino, es alimentada por el mundo místico de Piscis.

Bien, ahora ya conoces las irradiaciones de los cuatro rostros de Dios en los efectos de las constelaciones. Pero para que puedas comprender correctamente la vida del universo y las vidas de miradas de seres vivientes—incluida tu propia vida—, primero debes saber que el círculo de manifestaciones rodea con los doce centros de poder a cada punto del universo, de forma totalmente independiente de las constelaciones. Y puesto que los cuatro rostros de Dios no pueden girarse, cada constelación emite diferentes irradiaciones energéticas hacia los diferentes puntos cardinales. El carácter de estas irradiaciones es determinado por la inmutable dirección de los cuatro rostros de Dios.

Tomemos como ejemplo la constelación de Leo. Leo emite hacia la Tierra la radiación que para nosotros es característica de Leo, pero sobre los planetas que se encuentran en el lado opuesto irradia la fuerza de Acuario, hacia el oeste irradia la fuerza de Águila, hacia el este la de Tauro, hacia el nornoroeste la de Libra, etc., ¡una fuerza distinta en cada dirección, según la irradiación que corresponde a cada punto cardinal!

Ahora comprenderás que estas irradiaciones no dependen del lugar, del grupo de estrellas, sino de la dirección de la cual proceden. De la misma manera en que el viento, aun soplando desde un mismo lugar produce efectos distintos y bien determinados en cada dirección a la que sopla.

Ahora prestemos atención a otro hecho muy importante. En todo lo que se manifiesta materialmente desde su propio punto central, se encuentran los cuatro rostros de Dios irradiando desde ese punto las mismas invariables fuerzas divinas; por lo tanto, todo—ya se trate de un sol central, un sol, un planeta o una planta, de un animal, un ser unicelular o un ser humano—se encuentra en el punto central de dos ruedas: en el punto central de la gran rueda cósmica y—puesto que este punto es idéntico al propio punto central—en el punto central de su ser no manifestado, de su rueda interior.

Las irradiaciones de la gran rueda cósmica son recibidas desde fuera, las de la propia rueda son emitidas desde dentro.

Nuestra posición es idéntica a la Tierra, caída del Ser divino. La Tierra no ocupa una posición central en el universo, sino que es satélite del Sol, gira alrededor del Sol y gira también sobre su propio eje. Consecuencia de esto es que desde la Tierra vemos todo el universo al revés, como si se encontrara en el estado esencial divino; en la realidad objetiva. Vista desde la Tierra, toda la bóveda celeste gira alrededor de nosotros con todas sus galaxias, sistemas solares y planetas, pero en realidad sucede exactamente lo contrario. No es que la bóveda celeste gire alrededor de nosotros sino que la Tierra gira trazando un pequeño círculo alrededor del Sol; y, junto con nuestro Sol y sistema solar, gira trazando un círculo mayor alrededor de una gran estrella; y todo el sistema de esta estrella traza un círculo aún más grande alrededor de un sol central y así, sucesivamente, en círculos y sistemas planetarios cada vez más grandes, hasta el infinito. Tampoco la vida de los planetas y sistemas planetarios es más que un movimiento giratorio evolutivo por las ruedas de los cuatro rostros de Dios, por el zodíaco. Pero presta mucha atención a lo que voy a decir ahora: todo fenómeno, sin importar en qué parte del universo se encuentre, lleva dentro de sí tanto a la rueda cósmica como a la pequeña rueda personal, lo mismo si este fenómeno es un ser unicelular, que si es una planta, un animal, un ser humano o un planeta. ¡Esto te parecerá evidente si has comprendido que todo punto del universo irradia los mismos doce niveles de manifestación de los cuatro rostros de Dios, sin que éstos puedan modificar su posición!

Las irradiaciones energéticas que recibimos de la gran rueda cósmica nos llegan desde fuera y por eso vemos ese círculo invertido, como la imagen especular del estado esencial divino.

Puesto que, vista desde la Tierra, la bóveda celeste se encuentra en constante movimiento, también varia la relación de las irradiaciones que la Tierra recibe de las incontables estrellas del universo, que también se mueven en la gigantesca rueda cósmica. Pero todo fenómeno—y por lo tanto también el ser humano—lleva dentro de su propia rueda una estructura energética individual formada por las mismas fuerzas creadoras que las estrellas irradian en el universo. En el momento del nacimiento estas dos estructuras son idénticas. Pues has de saber que ¡una criatura sólo puede nacer en el instante en que la estructura energética de la bóveda celeste, en la gran rueda cósmica, está en absoluta armonía con la estructura energética de la propia rueda individual!

Hasta el final de su vida, actúan sobre el hombre nuevas impresiones, nuevas vivencias y las influencias más diversas. Con las experiencias que el hombre reune a lo largo de su vida cambia en gran medida su propia constelación interior. Algunas fuerzas se desarrollan y otras pasan a un segundo plano, según reaccionen ante los actos y vivencias de la persona.
La constelación interior que una criatura viviente posee en el momento de su muerte se queda grabada en su alma, y esta alma no puede volver a reencarnarse hasta que, en sus constantes movimientos, la bóveda celeste vuelva a mostrar la misma constelación. Así, algunos seres humanos vuelven a reencarnarse poco después de su muerte, mientras que otros, por el contrario, tienen que esperar milenios hasta que la bóveda celeste muestre la misma constelación que posee su alma.

Todas las criaturas vivientes que nazcan en el mundo tridimensional en cualquier momento de la eternidad, nacerán con la misma constelación interior que poseían en el momento de la muerte de su vida anterior. Así pues, la constelación de la muerte de la vida anterior y la constelación del nacimiento de la vida siguiente son siempre absolutamente idénticas. Por el contrario, la constelación del nacimiento y la constelación de la muerte en una misma vida nunca son idénticas, puesto que la criatura se transforma al vivir nuevas experiencias. Sin embargo, toda la criatura viviente—y por lo tanto también el ser humano—lleva a lo largo de toda su vida la imagen de la constelación del momento de su nacimiento, que está contenida en su rueda individual, oculta bajo las sucesivas transformaciones y desarrollo de su carácter.

De modo que cuando quieras determinar las fuerzas que han formado a un ser vivo y actúan en su alma, en su cuerpo, en todo su ser—y por lo tanto también en su destino—, debes calcular la situación de las estrellas en su momento de su nacimiento.

Debido al constante movimiento de la bóveda celeste surge un desfase entre las dos ruedas, la cósmica y la individual. Los centros energéticos de la rueda cósmica que irradian fuerzas—las constelaciones, estrellas y planetas—, y los centros energéticos ocultos de la rueda individual, idénticos en el momento del nacimiento, se van separando lentamente unos de otros, aunque pasado un tiempo pueden volver a acercarse; por eso algunas veces sucede uniones favorables, estimulantes y armónicas, y otras veces aparecen interferencias poco propicias o tensiones disonantes. Es también por eso que los seres vivos presentan algunas veces cualidades armónicas, positivas, y otras veces muestran características disonantes, negativas. Y como el destino es la imagen especular del carácter y la consecuencia de los actos, la vida da giros a veces favorables y otras veces poco propicios.

Todas las formas de vida están sometidos a estas fuerzas, sólo existe una criatura viviente que posee la posibilidad y la capacidad de dominar estas energías y fuerzas—que actúan en el universo, en su propio ser y en su destino—y dirigirlas a su gusto: el ser humano. ¡Pero puede hacer esto únicamente cuando adquiere conciencia de estas fuerzas, las reconoce dentro de sí mismo y las domina!

En tanto el hombre no reconoce estas fuerzas dentro de sí mismo, se encuentra tan en sus manos como cualquier otra criatura inconsciente que, conectada directamente a estas fuerzas creadoras, es llevada ciegamente por ellas. Únicamente el ser humano que consigue conocerse a sí mismo, tiene la posibilidad de elevar su conciencia por encima de estas fuerzas y, en lugar de dejarse arrastrar por ellas, dominarlas o, alterándolas dentro de sí mismo, dirigirlas ya completamente transformadas. Pero si el ser humano puede alterar dentro de sí mismo las fuerzas creadoras, entonces también es capaz de transformar las fuerzas que rigen su destino y, por ende, es capaz de dominar su destino.

Ahora comprenderás por qué es importante y necesario que conozcas y aprendas a dominar dentro de ti las fuerzas irradiadas por los cuatro rostros de Dios. Cuando te des cuenta de que solamente tu cuerpo y la parte material de tu ser están formados por esas fuerzas y que tu Yo divino se encuentra por encima de ellas y posee la capacidad de dominarlas, entonces podrás recuperar el gobierno de esas poderosas fuerzas creadoras; el gobierno que perdiste al nacer en la materia. Entonces podrás liberar a tu Yo, que dentro del cuerpo está crucificado en los dos grandes maderos del mundo material y tridimensional, ha sido expulsado en el inconsciente y está sometido al dominio de la muerte; podrás liberarlo, despertarlo de su muerte aparente y volver a sentarlo sobre su trono. Éste es el secreto que simboliza la cruz donde cuelga crucificada la figura divina del segundo aspecto de Dios, el principio creador que se reviste de materia y asume las características del mundo material para darle vida y realizar durante eones el gran sacrificio y la gran obra: manifestar la totalidad del espíritu a través de la materia, para así espiritualizar la materia.

-La Tierra y sus habitantes todavía no poseen conciencia de las fuerzas que la Tierra recibe del cosmos, y por lo tanto no pueden dominar y transformar a su gusto esas fuerzas.

La Tierra está recibiendo constantemente las irradiaciones del cosmos, flota en esas ondas de energía. Todo lo que sucede sobre la Tierra es reacción directa y eco de esas ondas. El Sol intensifica considerablemente las vibraciones de aquella constelación en la que se encuentra, y con la cual irradia energía hacia la Tierra. El inicio de las cuatro estaciones del año está relacionado con esto.

Los movimientos de la Tierra producen la impresión de que la bóveda celeste no sólo se mueve alrededor de nosotros, sino que además hace otros movimientos más importantes de la Tierra es aquel en el cual el eje terráqueo describe la superficie de un cono. Uno de los extremos del eje permanece siempre en el mismo lugar, mientras que el otro describe un círculo. Mediante este movimiento de la Tierra el punto vernal avanza lentamente a lo largo de la rueda cósmica, aunque visto desde la Tierra parece que es la rueda la que se mueve.

El tiempo que necesita la Tierra para completar este recorrido en forma de cono, es decir, el tiempo que tarda el punto vernal en dar la vuelta alrededor del zodíaco, corresponde a 25.920 años terrestres. A esto lo llamamos un año cósmico. Dividiendo este número entre doce obtenemos un mes cósmico—2160 años terrestres—, el tiempo que necesita el punto vernal para pasar de una constelación del zodíaco a la siguiente.

Las vibraciones procedentes del cosmos ejercen tal efecto sobre la Tierra que incluso influyen en la historia terrestre; las ideas directrices de la religión, la ciencia y el arte son causadas por la irradiación de aquella constelación en la cual se encuentra el punto vernal durante un determinado mes cósmico. Los espíritus encarnados en la Tierra—la humanidad—siempre deben hacer realidad la nueva época y confirmarse en las ideas de ésta.

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